5 de abril de 2008

CONSEJOS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR (S.King)

Según el título de un célebre manual de entrenamiento de perros, no hay perros malos, pero cuéntaselo al padre de un niño agredido por un pit bull o un rottweiler y seguro que te parte la cara. En el mismo sentido, y aunque tenga unas ganas infinitas de dar ánimos a cualquier persona que intente escribir en serio por primera vez, mentiría si dijera que no hay escritores malos. Lo siento, pero hay un montón. Algunos pertenecen a la plantilla del periódico local; son los que hacen las críticas de las obras de teatro en salas pequeñas, o los que pontifican sobre los equipos regionales. Otros se han comprado una casa en el Caribe con su pluma, dejando un reguero de adverbios palpitantes, personajes de cartón y viles construcciones en voz pasiva. Otros, en fin, se desgañitan en lecturas poéticas a micrófono abierto, con jersey de cuello alto y pantalones arrugaos de corte militar. Son los que sueltan ripios sobre “mis indignados pechos de lesbiana”, o “la calle torcida donde grité el nombre de mi madre”.
Los escritores se ordenan siguiendo la misma pirámide que se parecía en todas las áreas del talento y la creatividad humanos. Los malos están en la base. Encima hay otro grupo, ligeramente más reducido pero abundante y acogedor: son los escritores aceptables, que también pueden estar en la plantilla del periódico local, en las estanterías de la librería del pueblo o en las lecturas poéticas a micrófono abierto. Es gente que ha llegado a entender que una cosa que esté indignada una lesbiana y otra que sus pechos sean eso, pechos.
El tercer nivel es mucho más pequeño. Se trata de los escritores buenos de verdad. Encima (de ellos, de casi todos nosotros) están los Shakespeare, Faulkner, Yeats, Shaw y Eudora Welty: genios, accidentes divinos, personajes con un don que no podemos entender, y ya no digamos alcanzar. ¡Caray, si la mayoría de los genios no se entienden ni a sí mismos, y muchos viven fatal, porque se han dado cuenta de que en el fondo sólo son fenómenos de circo con suerte, la versión intelectual de las modelos que, sin comerlo ni beberlo ellas, nacen con los pómulos bien puestos y los pechos ajustados al canon de una época determinada!
Abordo el corazón de este libro con dos tesis sencillas. La primera es que escribir bien consiste en entender los fundamentos (vocabulario, gramática, elementos del estilo) y llenar la bandeja de herramientas con los instrumentos adecuados. La segunda es que, si bien es imposible convertir a un mal escritor en escritor decente, es igual de imposible convertir a un buen escritor en fenómeno, trabajando duro, poniendo empeño y recibiendo la ayuda oportuna sí es posible convertir a un escritor aceptable, pero nada más, en buen escritor.
Dudo que existan muchos críticos o profesores de escritura que compartan la segunda idea. Suelen ser profesionales de ideario político liberal, pero que en su campo son auténticos huesos. Una persona puede estar dispuesta a salir a la calle en protesta contra la exclusión de los afro americanos o los indios norteamericanos (ya imagino la opinión del señor Strunk sobre estos términos, políticamente correctos pero desmañados) de algún club, y luego decir a sus alumnos que el talento de escritor es fijo e inmutable. Los del montón, en el montón se quedan. Aunque un escritor se gane el aprecio de uno dos críticos, siempre llevará el estigma de su reputación anterior, igual que una mujer casada y respetable pero con un hijo tenido en la adolescencia. Es tan sencillo como que hay gente que no olvida, y que la crítica literaria, en gran medida, sólo sirve para reforzar un sistema de castas igual de antiguo que el esnobismo intelectual que lo ha alimentado. Hoy en día, Raymond Chandler está reconocido como figura importante de la literatura norteamericana del siglo XX, uno de los primeros en describir la alienación de la vida urbana en las décadas de la última posguerra, pero sigue habiendo una larga nómina de críticos que rechazarían de plano el veredicto. “!Es un escritor barato!”, exclaman indignados. “!Un escritor barato con pretensiones! ¡Lo peor que hay! ¡De los que se creen que pueden confundirse con nosotros!”
Los críticos que intentan superar esta arteriosclerosis intelectual sólo lo consiguen a medias. Puede que sus colegas acepten a Chandler entre los grandes, pero seguro que lo sientan al final de la mesa. Y nunca faltan cuchicheos: “Claro, es que viene de las novelas de quiosco... ¿A que tiene buenos modales? Para ser de esa gente... ¿Sabes que en los años treinta publicó en Black Mask? ¡Qué vergüenza!”
Hasta Charles Dickens, el Shakespeare de la novela, ha pagado su afición a los argumentos sensacionalistas, su desatada fecundidad (si no hacía novelas hacía niños con su esposa) y, cómo no, su éxito perenne entre el gallinero lector, de su época y la nuestra, con la agresión constante de la crítica. Los críticos y especialistas siempre han recelado del éxito popular. Son, en muchos casos, recelos justificados, y en otros simples excusas para no pensar. La pereza intelectual llega a sus mayores cotas entre los más cultos. Por poco que puedan, levantan los remos y e dejan ir a la deriva.
En conclusión, que estoy seguro de que algunas voces me acusarán de fomentar una filosofía descerebrada y feliz, defender (ya que estamos) mi reputación no precisamente inmaculada, y animar a gente que “no es de los nuestros” a que pidan el ingreso en el club. Creo que sobreviviré. Pero antes de seguir, pido permiso para repetir mi premisa básica: al que es mal escritor no puede ayudarle nadie a ser bueno, ni siquiera aceptable. El buen escritor que quiera ser un genio... Da igual, dejémoslo.
Si quieres ser escritor, lo primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco ninguna manera de saltárselas. No he visto ningún atajo.
Yo soy lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta libros, casi todos de narrativa. No leo para estudiar el oficio, sino por gusto. Cada noche me aposento en el sillón azul con un libro en las manos. Tampoco leo narrativa para estudiar el arte de la narrativa, sino porque me gustan las historias. Existe, sin embargo, un proceso de aprendizaje.
Cada libro que se elige tiene una o varias cosas de enseñar, y a menudo los libros malos contienen más lecciones que los buenos.
Cuando iba a octavo encontré una novela de bolsillo de Murray Leinster, un escritor de ciencia ficción barata cuya producción se concentra en los años cuarenta y cincuenta, la época en que revistas como Amazing Stories pagaban un centavo por palabra. Yo ya había leído otros libros de Leinster, bastantes para saber que la calidad de su prosa era irregular. La novela a que me refiero, que era una historia de minería en el cinturón de asteroides, figuraba entre sus obras menos conseguidas. No, eso es ser demasiado generoso; la verdad es que era malísima, con personajes superficiales y un argumento descabellado. Lo peor (o lo que me pareció peor en esa época) era que Leinster se había enamorado de la palabra “brioso”. Los personajes veían acercarse a los asteroides metalíferos con “briosas sonrisas”, y se sentaban a cenar “con brío” a bordo de su nave minera. Hacia el final del libro, el protagonista se fundía con la heroína (rubia y tetada) en un “brioso abrazo”. Fue para mí el equivalente literario de la vacuna de la viruela: desde entonces, que yo sepa nunca he usado la palabra brioso en ninguna novela o cuento. Ni lo haré, Dios mediante.
Mineros de asteroides (no se llamaba así, pero era un título parecido) fue un libro importante en mi vida de lector. La mayoría de la gente se acuerda de cuándo perdió la virginidad, y la mayoría de los escritores se acuerdan del primer libro cuya lectura se acabaron pensando: yo esto podría superarlo. ¡Coño, si ya lo he superado! ¿Hay algo que dé más ánimos a un aprendiz de escritor que darse cuenta de que lo que escribe, se mire como se mire, es superior a lo que han escrito otros cobrando?
Leyendo prosa mala es como se aprende de manera más clara a evitar ciertas cosas. Una novela como Mineros de asteroides (o El valle de las muñecas, Flores en el ático y Los puentes de Madison, por dar algunos ejemplos) equivale a un semestre en una buena academia de escritura, incluidas las conferencias de los invitados estrella.
Por otro lado, la buena literatura, enseña al aprendiz cuestiones de estilo, agilidad narrativa, estructura argumental, elaboración de personajes verosímiles y sinceridad creativa. Quizá una novela como Las uvas de la ira provoque desesperación y celos en el escritor novel (“No podría escribir tan bien ni viviendo mil años”), pero son emociones que también pueden servir de acicate, empujando al escritor a esforzarse más y ponerse metas más altas. La capacidad arrebatadora de un buen argumento combinado con una prosa de calidad es una sensación que forma parte de la formación imprescindible de todos los escritores. Nadie puede aspirar a seducir a otra persona con la fuerza de la escritura hasta no haberlo experimentado personalmente.
Vaya, que leemos para conocer de primera mano lo mediocre y lo infumable. Es una experiencia que nos ayuda a reconocer ambas cosas en cuanto se insinúan en nuestro propio trabajo, y a esquivarlas. También leemos para medirnos con los buenos escritores y los genios, y saber hasta dónde se puede llega. Y para experimentar estilos diferentes.
Quizá te encuentres con que adoptas el estilo que más admiras. No tiene nada de malo. De niño, cuando leía a Ray Bradbury, escribía como él: todo era verde y maravilloso, todo visto por una lente manchada por el aceite de la nostalgia. Cuando leía a James M.Cain me salía todo escueto, entrecortado y duro. Cuando leía a Lovecraft, mi prosa se volvía voluptuosa y bizantina. Algunos relatos de mi adolescencia mezclaban los tres estilos en una especie de estofado bastante cómico. La mezcla de estilos es un escalón necesario en el desarrollo de uno propio, pero no se produce en el vacío. Hay que leer de todo, y al mismo tiempo depurar (y redefinir) constantemente lo que se escribe. Me parece increíble que haya gente que lea poquísimo (o, en algunos casos, nada), pero escriba y pretenda gustar a los demás. Sin embargo, sé que es cierto. Si tuviera un centavo por cada persona que me ha dicho que quiere ser escritor pero que “no tiene tiempo de leer”, podría pagarme la comida en un restaurante bueno. ¿Me dejas que te sea franco? Si no tienes tiempo de leer es que tampoco tienes tiempo (ni herramientas) para escribir. Así de sencillo.
Leer es el centro creativo de un escritor. Y has de hacerlo porque te divierte. Si no te diviertes no sirve de nada. Vale más dedicarse a otra cosa donde puedan ser mayores las reservas de talento, y más elevado el cociente de diversión.
Cuando descubres que estás dotado para algo, lo haces (sea lo que sea) hasta sangrarte los dedos o tener los ojos a punto de caerse de las órbitas. No hace falta que te escuche nadie (o te lea, o te mire), porque siempre te juegas el too por el todo; porque tú, creador, te sientes feliz. Quizá hasta en éxtasis. La regla se aplica a todo: leer y a escribir, tocar un instrumento, jugar a béisbol... Lo que sea. El programa agotador de lectura y escritura por el que abogo (de cuatro a seis horas diarias toda la semana) sólo lo parecerá si son actividades que ni te gustan ni responden a ningún talento tuyo. De hecho, puede que ya estés siguiendo uno parecido. Si no es así, y te parece que necesitas permiso de alguien para leer y escribir cuando te apetezca, considéralo dado en adelante por un servidor.

Stephen King

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